
Naturaleza, Sensibilidad y Flores en el Pensamiento Tradicional Japonés
En Japón la experiencia estética primordial fue y es la percepción de la belleza natural. De hecho, el Shintō, su religión originaria, destaca como templo todo espacio dotado de una peculiar configuración natural, considerada plenamente bella. De ahí que se diga que Japón ha hecho de la belleza una religión. Ella no sólo envuelve las cosas naturales sino que se manifiesta en el despliegue de los fenómenos, lo que revela una sensibilidad que permanece conectada y atenta al movimiento del acontecer.











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El fuerte vínculo con la naturaleza, la consonancia con los procesos fue también un método para desarrollar la sensibilidad, requerida para la inspiración y la creación artística. De hecho, la obra era una re-creación de ese mismo mundo natural. Por otro lado, los métodos espirituales vinculados a la disciplina corporal, en las diversas escuelas del budismo en Japón, tomaron como eje central esta misma relación, lo que les permitió profundizar en el apoyo que la naturaleza puede prestar en el camino para alcanzar la iluminación.
En este sentido, es necesario resaltar, además, el rol que el budismo le otorga a la naturaleza en la senda espiritual, debido a que en un principio, en los textos canónicos, no se hace mención explícita a ello. Según, los estudios realizados por Schmithausen, en la India Antigua, la tradición de respeto y cuidado hacia el medio ambiente hacia énfasis en las consecuencias karmáticas que acarreaba el daño hacia los seres vivos, es decir, el daño voluntario producía serias consecuencias para la próxima encarnación al generar mal Karma. En los textos canónicos se realiza la distinción entre seres vivos móviles e inmóviles, éstos últimos serían las plantas que no debían ser destruidas por los monjes, hasta el punto de respetarse, incluso, las semillas. Sin embargo, la prohibición no se extendía al mundo laico, que tenía que vérselas con otras reglas de sobrevivencia. Por otro lado, el budismo aceptó la creencia popular de que ciertos árboles estaban habitados por divinidades, las que podían negarse a trasladarse de residencia si las personas se lo pedían, abogando por la necesidad de usar la madera. Esta coincidencia entre Budismo y Shintō respecto de la realidad divina de la naturaleza es una de las razones religiosas por las cuales no se la debe intervenir arbitrariamente. No notar la presencia de un dios, o a sabiendas darle muerte, es un acto contrario al orden establecido, y por ende, peligroso para los seres humanos en cuanto el equilibrio del cosmos depende de estas conciencias que habitan en las cosas estableciendo un sentido. Los seres divinos entendidos como vibraciones se podían percibir sintonizándose en la misma frecuencia de ellos por medio de la meditación y la oración pero también se debía cultivar la simpatía y compasión hacia todos los seres vivos. Incluso en la India búdica el agua y la tierra estaban vivas, concepción que más tarde perdió fuerza. Ya en el budismo tibetano se decreta que las plantas no están vivas, al menos, no al modo como lo están los seres móviles, por lo cual no se incurría en mal karma al consumirlos.
Pero por sobre estos aspectos pragmáticos del consumo y uso de plantas y animales, existe otra relación con la naturaleza que siempre fue buscada por la comunidad budista, debido a la necesidad de encontrar un espacio idóneo para la meditación, la que se dificultaba en medio del bullicio y el comercio de la ciudad. El lugar privilegiado para alcanzar la iluminación era el retiro en la naturaleza (en su estado primordial, en su “estado salvaje”). El monje que realiza su práctica en la naturaleza logra integrarse al conjunto de movimientos, al acontecer sin rechazarlo ni intentar cambiar su estructura. Schmithausen comenta al respecto:
Tal es la actitud del monje que habita en el bosque, del ermitaño que ya no le teme a los animales salvajes, porque él no los amenaza sino que les ofrece seguridad y amistad; se trata de aquel que es feliz en la soledad porque ha abandonado el mundo de los deseos.(1991:79)
Nace, entonces, el aprecio a los beneficios de la vida al amparo de la naturaleza en donde el monje descubre que el silencio natural lo ayuda a encontrar la calma previa al nirvana. El monje libre de los deseos podía apreciar y disfrutar libremente de la belleza de la naturaleza, muchos de ellos dejaron su experiencia escrita en prosa o poesía. Se descubrió también que la naturaleza lograba estimular las mentes inquietas, apaciguándolas, por medio de la purificación que producía el mero contacto con esta belleza. Además, la práctica de la contemplación, en medio de la naturaleza, de manera constante permitía vislumbrar algunas ideas centrales del budismo, como la “impermanencia” de todo cuando existe reflejado en la caducidad de las hojas y en el paso de las estaciones. Más aún, las plantas, especialmente, las flores comenzaron a aparecer como expresiones de un modelo espiritual, en cuanto eran libres y desapegadas, no tenían metas, sólo existían en un presente constante, ideal del monje budista, es decir, el “ahora” y “aquí” como realidad del instante tempo-espacial.
Por otro lado, en la tradición filosófica la visión positiva de la naturaleza tiene fundamentos metafísicos surgidos en el seno del budismo mahāyāna chino, en la escuela Huayanzong (Escuela de la ornamentación florida) emparentada según esa misma tradición con dos grandes maestros indios, Asvaghosa y Nāgārjuna. Esta idea que se encuentra en el Avatamsakasūtra (traducido en China recién en 420 d. C), se denomina “la doctrina de la interpenetración de todos los seres”. En ella se postula que el vacío, dharmadhātu (hōkai, en japonés), sustrato de las manifestaciones, es el espacio del movimiento simultáneo de los fenómenos. Así todo está unido y a la vez interpenetrado, es decir, cada cosa contiene a las demás. El que despierta (alcanzando la budeidad) descubre esta realidad, los que aún duermen perciben y creen que las cosas están separadas y existen con independencia unas de otras (lo que se llama lokadhātu) [1]Así todo fenómeno individual contiene en sí mismo los otros fenómenos, lo que permite que la penetración profunda en uno de ellos conduzca a la comprensión del todo.
En términos pragmáticos el daño a un solo ser produciría una reacción en cadena, difícil de manejar, comprender y sobre todo, de determinar las consecuencias para ese mismo todo. Por otro lado, cabe destacar la relevancia de la contemplación sistemática de la naturaleza en cuanto ayudaría a despertar a esta realidad más aún cuando se planteará, en las Escuelas budistas japonesas (Tendai y Mikkyo) que la naturaleza misma permanece en estado de budeidad (máximo estado de conciencia humana que incluye ver la realidad en su talidad y el sentimiento de compasión hacia todos los seres). Así, el contacto profundo con una flor por medio de la percepción contemplativa induciría a captar y vibrar en ese estado de conciencia, el búdico. La naturaleza entendida de esta manera conduce a la liberación, ya que ella en su espontaneidad (simplemente ser) y en su aceptación quieta y callada de la caducidad (impermanencia) se vuelve una especie de maestro que muestra el valor del desapego necesario para la verdadera captación de la vida.
A modo de ejemplo presentamos la posición de Chujin, de la escuela Tendai, quien se cuestionó respecto de la conciencia de las plantas llegando a establecer que al estar vivas y presentes se encuentran en igualdad de condiciones con los otros seres vivos. Sin embargo, su planteamiento más relevante tiene que ver con las acciones humanas, ya que para él una persona “perfecta”, en el entendido que alguien lo es sólo cuando ha despertado a la conciencia, se mueve en armonía con la naturaleza de manera espontánea.
De igual manera, podemos encontrar el nexo del pueblo japonés con la naturaleza en la literatura desde sus orígenes. El paisaje valorado y resaltado en cuanto estímulo y guía hacia el despertar de la conciencia ética y estética; la que podríamos denominar conciencia del sentimiento. Por ello, quisiera hacer notar en este punto que esta secuencia de poemas que seleccionamos y expondremos a continuación, tienen la función de revelar un paradigma: el de la experiencia japonesa de la belleza natural, en un intento por develar la íntima relación entre el ser humano y su hábitat. Consideramos fundamental ilustrar por medio del arte la conmoción del ser humano ante la vida cotidiana en medio de la naturaleza para motivar la experiencia estética del lector, a fin de que rememore aquellos momentos en los que ha sido estremecido por un trozo de realidad.
Comenzaremos con un poema del Emperador Yōmei que pertenece al Manyoshu (Colección de diez mil hojas) la primera antología de poesía japonesa (4. 416 poemas) compilada a partir del año 760 de nuestra era, en la que se guarda el antiguo sentir del pueblo japonés. La temática de estos poemas es variada, pero la mayoría de ellos expresan profundos sentimientos de amor entre hombres y mujeres. Los autores, son de diversas condiciones sociales, a saber: Emperadores, aristócratas, campesinos, soldados, entre otros. Lo notable en esta colección es que en muchos poemas, los afectos de pareja se entrelazan a aspectos estacionales, a detalles del entorno natural en el que se mueven los protagonistas. Sin embargo, notamos que aún no siendo la naturaleza el tema principal, quienes escriben poseen un detallado conocimiento de su medio, y por sobre todo, lo tienen presente como contexto vital, proyectivo y simbólico de sus vivencias.
[1] Fazang, explica la interpenetración por medio de la metáfora del León de oro, en la cual el oro es el Dharmadhātu, el léon una de los fenómenos posibles; León y oro existen simultáneamente y se incluyen mutuamente. Las partes incluyen la globalidad del león mediante el oro, a través del cual cada una de las partes se asimila a las demás. De esta manera cada una de las partes contiene en sí al león entero. Por esto cada fenómeno del universo lleva en sí mismo el principio del dharmadhātu.
Hay en Yamato cadenas de montañas,
pero la preferida es kagu la celestial.
Cuando la escalo y contemplo el país
sobre la vega, sube la niebla
y se extiende ampliamente.
Y sobre el extenso mar vuelan las gaviotas.
¡Es bello el País de las islas Libélulas,
Mi país de Yamato!
Manyoshu, Emperador Yōmei, s. VII (Lanzaco, 2003:29)
















El Emperador contempla su región desde la altura, sin imponerse como sujeto, describe su impresión panorámica del paisaje, contándonos lo que aprecia: la niebla, el extenso mar y las gaviotas en el cielo, lo que lo incita a expresar su emoción en la exclamación que declara la belleza de su país, el de las islas Libélulas. La contemplación se practica tras un ascenso (escalar la montaña) lo que ayuda a que se liberen los sentidos abriéndose a la percepción directa después del ejercicio físico. Movimiento y detención permiten que el paisaje toque los sentidos purificando el cuerpo para que tenga sensaciones, tras lo cual nace el sentimiento de admiración (asombro) ante el esplendor del paisaje. La exclamación que dice “lo bello del paisaje” es la verbalización creativa de esta experiencia, que al llenar y envolver el cuerpo lo carga con una energía que espontáneamente enuncia gratitud ante la vivencia. Lo que se ha experimentado es un resonar estético (corporal) gracias al paisaje, que trae aparejado el cimbrar del corazón junto con la constatación de la mente, que registra y traduce la comunicación con el movimiento de la vida en el cuerpo y en el paisaje (movimiento de las gaviotas, del mar, de la niebla que asciende). La vivencia estética está unida al gesto simbólico de ascenso a la montaña como eje cósmico, como centro, desde el cual el Emperador realiza el ritual de comunicación con lo alto para mantener el equilibrio cósmico, social y humano, que es lo que le corresponde hacer por su posición en la vida.
Por otro lado, el poema del Emperador Yōmei permite entrever que el vínculo del pueblo Japonés con la naturaleza se debe a la belleza del territorio, la cual despierta una profunda emoción unida a un sentimiento de gratitud ante tal bendición. Autores japoneses de distintos períodos la destacan considerándola el origen de su sensibilidad. En este punto quisiera rescatar la afirmación de Donald Keene respecto del Manyoshu, ya que al contrario de autores como Lanzaco, que aseguran que la presencia de la naturaleza es subsidiaria a otros temas en los poemas, establece que lo que “inspiró a los poetas fueron las montañas y mares de Japón” como en el ejemplo expuesto al principio. La manera en la que la naturaleza es revelada en estas poesías, en dialogo e interrelación con las vivencias íntimas de las personas, delata atención y afecto, incluso empatía hacia el paisaje. Agregaremos unos poemas anónimos de los Cantares de Amor a fin de apreciar gráficamente, el entrelazamiento entre la vida humana y el cosmos:

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Como voz de grulla cuando ya alborea
la madrugada, mi pena persiste, mi querer aumenta. (2.269)
Me valdría más volatizarme,
como el rocío de las lespedezas
que penado amarte (2.254)
Cuando de quererte yo languidecía,
se levantó el viento de otoño
y la luna caía. (2298)
(Lanzaco, 2003:38)
En el primer poema apreciamos que el propio proceso del poeta es percibido como la voz de la grulla, es decir, él es capaz de percibir la vibración del canto como correlato de su pena, haciendo suyo el canto del ave, incluso identificándose con ella. En el segundo, el poeta anhela ser como el rocío para evadir su triste destino. En el tercer poema, observamos que en medio de la tristeza del desamor el protagonista está situado y en sintonía anímica con la estación del año, ya que aún estando estremecido por sus sentimientos no deja de percibir su entorno, nota el viento y percibe la Luna que desciende. En esta selección constatamos que la sensibilidad de los escritores es capaz de enunciarse a sí misma por medio de la conducta de la naturaleza, especialmente formulada en un sentir común o en una constatación del acontecer. Hay algo difícil de traducir a palabras pero que logramos percibir al leer una y otra vez los poemas, incluso cuando miramos los caracteres (kanji) que los constituyen; algo enlazado con la vivencia del instante. En el segundo poema, por ejemplo, el rocío visto por el poeta es la vida efímera, su no presencia posterior. Esa realidad es deseada por el poeta, lo efímero como rasgo de lo real toca al perceptor otorgándole un sabor de la existencia, en ese tiempo y en ese lugar, en donde sentimos el propio ser como devenir. Lo que anheló el poeta, lo podemos volver a saborear y al hacerlo, queda resonando en nosotros como una melodía que resuena en la mente o que simplemente cantamos sin cansarnos. Es el remanente, el sabor estético de la obra que nos cala y se queda como intimidad. Esa intimidad es la que descubrimos en la literatura japonesa, hecha de muchos y pequeños momentos de contacto, de conexión, de permitirse ser tocado por lo próximo. A ello se le ha denominado simpatía cósmica, es decir, una manera de tener y disfrutar un trato personal con el medio ambiente. Sin embargo, la capacidad de vibrar con y como el entorno, se debe a una manera de ser y estar en el mundo, la que se ha tratado de definir como el corazón japonés (kokoro).
A este respecto, Masaharu Anesaki (1873-1949) plantea que la mitología y la temprana poesía del Japón, estuvo influenciada tanto por los rasgos naturales como por el clima de las islas. Lo propio de la escritura temprana es plantear la diferencia entre la belleza armónica de la naturaleza en contraste con el patetismo de la vida humana. Esta tensión a la que los japoneses de distintas épocas han sido tan susceptibles, volviéndola incluso tema poético, desembocará en el anhelo de homologarse a la belleza del mundo que los rodea. El mismo autor plantea:
El pueblo se sentía en armonía con los aspectos cambiantes de la naturaleza, que aparecían en los fenómenos de los cambios estacionales, en la variedad de la flora, y en los conciertos de pájaros e insectos cantores. Sus sentimientos hacia la naturaleza siempre se expresaron en términos de emociones humanas. Se personificaron las cosas de la Naturaleza, y los hombres fueron representados como seres vivos en el corazón de dicha naturaleza.(Lanzaco, 2000:43)
Lo que se expone arriba se refuerza con la afirmación de Yasunari Kawabata respecto de que la belleza del paisaje habría moldeado a los habitantes de Yamato dándoles su característica principal: su “esteticismo naturalista”, como lo denomina Lanzaco
La riqueza de matices de la Naturaleza de Japón, con la delicadeza de sus tonalidades infinitas, es probablemente única en el mundo. Hay montañas con escenarios maravillosos, ríos y mares fascinantes, con una exquisita y extraordinaria variedad de estaciones. La sensibilidad de los japoneses ha estado siempre condicionada por este clima evocador del ambiente natural. (Japan: Monuments of civilization.1973; Lanzaco, 2003:19)
Kawabata es más osado en su propuesta al establecer un “condicionamiento” del paisaje sobre la idiosincrasia del pueblo japonés. Esta idea forma parte de la propuesta de varios autores respecto de la definición de la cultura japonesa como una sensibilidad (Octavio Paz). Es justamente la deslumbrante naturaleza la que habría abierto y educado los sentimientos de las personas haciéndolos proclives a la búsqueda, contacto y creación de la belleza. Podríamos agregar que es ella la que los ha conducido a quedar absortos en sus múltiples formas y colores, guiándolos hacia la práctica de la contemplación, a silenciar la mente tras el impacto de la belleza. El hecho de que Kawabata use la palabra evocador indica el aspecto incitante, estimulante e inspirador del paisaje, cómo éste puede modelar la sensibilidad del pueblo que lo habita.
Sin duda, es inherente al ser humano la actividad de la mente y su capacidad de mirar, oír, sentir, saborear y oler pero permitir el acceso al estímulo, que viene desde fuera, de manera radical, es decir, abriéndose y entregándose no es tan común. Ello es posible gracias a una mente quieta, apaciguada, que ha quedado enganchada a la apariencia externa del paisaje, detenida por el asombro y la admiración, por lo cual se hace posible abrirse a navegar en el despertar del cuerpo incitando y profundizando las emociones. Ante tal vivencia se guarda un sigiloso respeto, pues el cuerpo despierto cede al sentimiento, a la inteligencia del corazón, que al unirse a la mente silenciosa penetra en la esencia de la realidad. Así comienza una relación, un reconocimiento entre el ser humano y los fenómenos, es el inicio de un mundo de iguales, de inserción y sentido, de armonía y certeza, sobre todo porque estará basado de ahí en adelante en el sentimiento, base de la ética.
El tema fundamental es la relación con la mente, entendida como un elemento perceptivo más en el budismo, ya que ella tiende a elaborar y a perderse en los conceptos. Sin embargo, la belleza provoca el asombro y el ser humano que lo experimenta en vez de volcarse a la pregunta filosófica se queda vibrando y penetrando en la experiencia hasta que ella se transforma en una percepción que trae aparejada no sólo un sentimiento sino también sabiduría. La mente en silencio permite a los sentidos penetrar en los objetos gracias a que se une al sentimiento transformándose en una mente con corazón (Kokoro). Testigo conmovido que une sentidos y emociones, es decir, un cuerpo estremecido, vibrando en la purificación de la percepción gracias a la naturaleza, y por ello, teniendo una vivencia directa de ella: el gozo de la belleza.
Es probable que esta tendencia natural haya sido moldeada por los ejercicios espirituales del taoísmo y del budismo. Empero, debemos notar que existe en el Shintō (la religión originaria del Japón) el instinto de exponer al ser humano a la contemplación, al destacar y resguardar lugares esplendorosos de la naturaleza. De esta manera, conduce a sus creyentes al contacto con la belleza espontáneamente. Siendo la belleza un elemento no definido pero clave para el reconocimiento de la presencia del Kami (dios del Shintō) ya que habitan Habitan especialmente, en lugares sin intervención, en aspectos inusuales de la naturaleza, notables por su apariencia fascinante, por su pureza, nobleza y antiguedad. Además, el Kami concentra una cantidad de poder que se despliega a su alrededor haciendo lucir la vida o los procesos vitales. De ahí que, la actitud del ser humano ante ellos haya sido la de honrarlos, respetarlos y admirarlos, reconociendo que la mantención de la existencia se debía a su presencia y estabilidad. Por ello, se suele asociar esta experiencia de la belleza al sentimiento de admiración, respeto y veneración del entorno expresado en el Shintô. Así, lo sagrado y lo bello permanecen entrelazados a lo puro y ancestral del paisaje.
Autores como Octavio Paz o Takeshi Umehara destacan la asociación de la experiencia estética de la belleza con la visión sagrada del entorno. Por este motivo, el Shintô no se puede clasificar como una religión animista pues en ella no se trata solamente de establecer un vínculo con los seres que animan las cosas para asegurar la sobrevivencia material a través de rituales. La consciencia de la vitalidad del cosmos va siempre unida en el Shintô a la sensibilidad ante su belleza, diferencia evidente frente a otros animismos. Se puede establecer que, desde los inicios los japoneses fueron capaces de aislar y destacar el valor de la belleza por sobre otras necesidades, considerándola una necesidad básica del habitar del ser humano en este mundo. Incluso podemos deducir que el mero existir sin el sello de la belleza no tendría sentido en cuanto la vida humana en sí misma, precaria y efímera, se torna vivible y gozosa gracias a su presencia. Da la impresión de que desde muy temprano se generó la premisa de que sólo el matiz de la belleza haría llevadero el destino mortal del ser humano. Suzuki consolida esta idea asegurando que una persona que no es sensible a la belleza del entorno se la considera falta de educación en Japón. Es posible que el dicho popular, Hana yori dango (bolas de masa hervida en vez de flores) sea un resabio de esta consideración, pues es una expresión crítica respecto de la actitud de ciertas personas que asisten a la fiesta de la floración del cerezo (Hanami) para comer los dulces tradicionales descuidando el sentido real de la fiesta que es apreciar la belleza de los cerezos en flor. Es decir, existe todavía hoy en la tradición la amonestación a la falta de sensibilidad ante el entorno. Es necesario recordar en este punto la película: Sueños, de Akira Kurosawa, en la cual se plantea la misma idea a través del sueño del huerto de duraznos. En él un niño que amaba el huerto en floración es emplazado por los kami del lugar pues han podado el huerto. Los kami le reclaman que él no quería que talaran el huerto porque le gustaba la fruta. Sin embargo, el niño llorando les responde que eso no es así pues la fruta se puede comprar en el mercado pero un huerto de duraznos en flor no. Esta respuesta tan radical de un niño hace que ellos inmediatamente le hablen en otro tono, incluso se disculpan y para premiar su sensibilidad danzan ante él. Baile que finaliza en un pequeño árbol de duraznos que ha florecido como metáfora de la continuidad de la vida gracias a aquellos que la aprecian. A través de la danza de los kami se afirma la propuesta de que arte y floración son lo mismo, es decir, el arte es recrear la vida.
El asombro ante la apariencia de las cosas y las personas, así como el reconocimiento de ese rasgo se encuentra incluso en el mito de creación de las islas del Japón. Ejemplo de ello es el mutuo elogio embelesado que se expresan los dioses, Izanami e Izanagi, creadores de las islas cuando se encuentran (Kojiki, Registro de cosas antiguas y en el Nihon Shoki, Historia del Japón, del s. VIII). En la primera fase del mito existe un error protocolar, ya que ella habla primero faltando al orden (recato y pasividad que como hembra no respeta) por lo cual dan a luz dos hijos deformes. Luego, se corrige esta situación expresándose admirativamente él primero, tras lo cual proceden a unirse conyugalmente. Presentamos a continuación los dos momentos, el incorrecto del inicio y el adecuado del segundo encuentro.
Oh, Ah,
¡Qué maravilloso hombre!
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