
Naturaleza y Flor en la Cultura AYMARA
Catalina Mansilla
En las comunidades aymara, la vinculación religioso-afectiva con la naturaleza influye directamente en la observación y el estudio que dan origen a las técnicas agrícolas que han desarrollado tanto para cultivar como para habitar junto a esta naturaleza.










Entre la naturaleza y la persona aymara, existe una relación de mutuo cultivo, de mutua crianza: la actividad de cultivo agrícola implica un dejarse cultivar por la naturaleza. La experiencia de ser criado por esta naturaleza hace patente la concepción de esta como sujeto, capaz de incitar, provocar y transformar a la persona. La naturaleza tiene un valor intrínseco, independiente de que esté o no en cohabitación con las personas. La cosmovisión aymara se acerca más bien a una comprensión holística del mundo, donde la totalidad se compone de partes interrelacionadas e inseparables. En este holos (totalidad, el Todo), el hombre y la mujer son solo una parte de él, que debe ser atendida y comprendida en tanto una más de este sistema interrelacionado. Los elementos no son considerados autosuficientes, independientes o completos como sistema cerrado, sino que necesitan del diálogo y la conexión con otros para permitir la continuidad de la vida.
Este modelo de relación con la naturaleza puede ser entendido dentro de los márgenes de lo que Pálsson denomina comunalismo, que “rechaza la separación radical naturaleza-sociedad, objeto-sujeto, haciendo hincapié en la idea de diálogo” (82) y que “[…] indica reciprocidad generalizada, un intercambio que a menudo se representa metafóricamente en términos de relaciones personales íntimas” (91). Distante de un modelo de relación humano-naturaleza basada en la propiedad del mundo natural, el comunalismo caracterizaría a sociedades que no comprenden una división radical entre la cultura y la naturaleza, sino que las conciben permeables y en relación de mutua compañía y dependencia. Este comunalismo les permite relacionarse con el entorno no solo rechazando la dominación, sino también el paternalismo: a la naturaleza no se la explota y tampoco se la fetichiza. Para las culturas comunalistas, la naturaleza tiene una energía vital y un poder tan vasto como para dar vida al humano y para mantenerlo vitalizado, y más bien es el ser humano quien comprende que su poder no es omnipotente: la naturaleza lo resguarda, ella es su oikos (casa, hogar).
Al tratarse de grupos sociales agrocéntricos, el trabajo y, específicamente, la actividad agrícola, se comprenden como un festejo alegre por la vida misma, donde hasta las tareas más pequeñas son concebidas como un brindar agradecido por la vida que en la tierra se está cultivando. Es un festejo por la existencia no solo humana, sino de la vida en sí misma. En este sentido, el cultivar es la “[…] actividad de criar la vida, una actividad que incluye y trasciende a la vez lo económico y que, en última instancia, es una actividad sagrada, religiosa como la procreación de la vida misma.”(57). El trabajo agrícola es concebido como una “celebración” religiosa ya que, además de las actividades rituales que forman parte del sistema agrícola y que participan de las fiestas propiamente tales, el trabajo diario del cultivo constituye una celebración en tanto se cruza con la alegría del tener a esta Madre y la oportunidad de agradarla con el trabajo diario. En esta concepción del trabajo, la necesidad de establecer una relación con la naturaleza es fundamental, este sentido, entrar en conexión con el mundo natural constituye parte de la actividad económica, puesto que propicia la abundancia y éxito en las cosechas. Tan relevante sería el contacto experiencial para la economía tradicional, que Pérez Rodríguez lo señala como uno de los dos pilares de las actividades económicas, junto con el traspaso del conocimiento en materias agrícolas, ganaderas o comerciales (44).
La flor en el mundo AYMARA
En relación a las flores, se ha propuesto que en la cosmovisión aymara existiría una asociación entre las flores y los sentimientos de los seres vivos








Las flores tendrían la capacidad de alegrar el corazón de las personas, los animales y otros elementos naturales, lo que es indispensable para que el trabajo agrícola se desarrolle en plenitud. Debido a ello, mujeres y hombres visten flores en el sombrero para que el corazón florezca, para que el corazón “sea levantado” (Jiménez en Arnold y Yapita 189-193). De allí que durante esta etapa de siembra sea relevante que los sembradores vistan flores, que hacen brotar la experiencia de la alegría entre los distintos participantes de la actividad (hombres, mujeres, semillas, chacra, Pachamama, espíritus protectores), experiencia sobre la que se genera la reproducción de la vida de forma satisfactoria. Por otro lado, la belleza de las flores conduciría a las personas hacia un comportamiento ético, ya que se cree que los espíritus de las flores ingresan a las personas, enseñándoles el “camino bueno” de la vida. (Arnold y Yapita 197).
Por otra parte, estudios etnoestéticos han sugerido que las flores encarnan ideales de belleza en las culturas andinas (Cereceda 1987). Utilizando a modo de ejemplo un relato mítico recogido por fray Martín de Murúa a principios del siglo XVII, la autora plantea que la belleza aparece encarnada en tres elementos en dicho relato: a) una “hermosa ñusta” con “hermosos pechos”, b) una “hermosa y blanca flor”, y c) un “hermoso manantial” de “olorosas flores y verdes yerbas” (141). Como se observa, dos de estos tres elementos catalogados como bellos corresponden o se relacionan con flores (blancas y olorosas). Esto podría ser profundizado si consideramos la práctica incaica del cultivo de flores en terrazas. Es sabido que, junto con la producción agrícola, el imperio incaico destinaba parte de sus tierras y mano de obra al cultivo de ciertas flores con fines ornamentales. ¿Acaso esto nos permite entrever que existía entonces una valoración estética asociada a ellas?
Algunos estudios se han especializado en el estudio de la representación de las flores en objetos cerámicos precolombinos y coloniales (Mulvany 2004, 1984, 1994). Uno de ellos, en particular, presenta una hipótesis donde se asocia el calendario ritual aymara con el calendario floral, proponiendo que la representación floral en los keros coloniales constituyen metáforas polisémicas, relacionadas con conceptos de mediación y orden (Mulvany 2004). Otros, en cambio, proponen que la representación floral y de plantas en los objetos materiales tendría relación con el consumo de ellos en contextos rituales, asociado a sus propiedades alucinógenas (Mulvany 1984, 1994).
Otros han incursionado en la representación de las flores en la platería aymara entnográfica utilizada en ritos y ceremonias contemporáneas (Morssink 1999).
A través de trabajo etnográfico en comunidades aymara-católicas de la sierra de la XV Región de Arica y Parinacota, hemos observado que las flores juegan un rol importante en la actividad ritual, especialmente en tiempos de carnaval, momento en que pueden apreciarse tanto representadas en distintas materialidades como presentadas a modo de ofrenda a la tierra. Esto se apunta en detalle más adelante.
Resulta importante mencionar que junto con el uso ceremonial, las flores son relevantes con fines medicinales y de apreciación estética. En relación a estas finalidades, los campesinos cultivan ciertos tipos de flores, aunque en pequeñas cantidades. Los estudios etnobotánicos son relevantes para comprender esta área (Villagrán et al. 2003; Villagrán, Castro et al. 1999, Villagrán y Castro 2003).
En el pueblo de Cobija, el uso de las flores asociado a la apreciación cotidiana de ellas se observa primeramente en los jardines domésticos, lo que implica que en el contexto local las flores poseen valor ornamental. El traslado de plantas o flores al interior del espacio privado, sin embargo, no constituye una práctica común en esta zona. En el espacio doméstico interior se suelen conservar con fines ornamentales algunas flores artificiales. Es común también que se utilicen flores plásticas en el interior de las iglesias, la vestidura de las cruces y el cementerio.
En relación al uso ceremonial se utilizan flores cultivadas en los jardines de la casa (flores blancas, tipo crisantemo, y geranios rojos). Y en el caso de las ceremonias de challa de la chacra, se utilizan flores de papa (lilas) y flores silvestres (amarillas) que crecen junto a los cultivos. En tales casos, las flores son utilizadas con fines propiciatorios asociados al deseo de florecimiento de las chacras que se genera durante el mes de febrero y, en términos de color, se privilegiaron las asociaciones indistintamente multicolores. Villagrán y Castro documentan el uso de solo una especie nativa con algunos fines ceremoniales: Lupinus oreophilus. Esta planta es llamada etnográficamente Konti y variantes, en el territorio del Salar de Atacama, Río Grande y Caspana; Q´ela y variantes en el Altiplano de Iquique; Popoko en el sitio de Chusmiza; Salkarai en Caspana y flores del campo en Río Grande (241). Esta es una planta, que incluso habría sido cultivada antiguamente dada la alta apreciación local que recibía con fines ornamentales, presenta flores moradas, azules, blancas y amarillas. Señalan las autoras que las pastoras adornan sus sombreros con estas flores, pero también se utilizan con fines ornamentales en las iglesias, para el culto a las almitas en el cementerio o incluso para venderlas.